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El ser humano enloquece en una indigestión de tecnología

Nuestra especie no está preparada para asumir los cambios profundos como consecuencia de una ciencia que avanza exponencialmente

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análisis

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Hemos entrado en una fase de la historia en la que cualquier cosa es posible. La plaga mundial de coronavirus que fue capaz de confinar a toda la población mundial ha superado al mejor relato de ciencia ficción mientras la inteligencia artificial avanza a una velocidad de vértigo y sin que seamos capaces de tomar conciencia de ello. Hace solo un par de días, ingenieros de robótica de Cornwall presentaban un androide bautizado como Ameca capaz de reproducir los gestos y las expresiones faciales de un humano con una precisión que causa cierto repelús. Los científicos creen que en poco tiempo los robots humanoides caminarán entre nosotros, nos servirán el café en la barra del bar y patrullarán las calles como policías sin que podamos distinguir si son engendros mecánicos o seres de carne y hueso.

Todo ello por no hablar de las últimas noticias sobre los mecanismos fisiológicos de la muerte. Últimamente se ha sabido que, en las horas posteriores a la defunción de una persona, ciertas células cerebrales siguen activas y llegan incluso a aumentar su actividad, reproduciéndose en proporciones gigantescas, según una investigación de la Universidad de Illinois en Estados Unidos. Si a esto añadimos que un grupo de científicos ha logrado revivir parcialmente los cerebros de varios cerdos sacrificados cuatro horas antes llegaremos a la lógica conclusión de que hasta el concepto mismo de la muerte está siendo cuestionado por la ciencia, de modo que la ansiada inmortalidad quizá se encuentre a la vuelta de la esquina.

Pero el salto tecnológico y evolutivo que adentrará a la especie humana en territorio desconocido va todavía más allá. A finales de noviembre la NASA lanzó una nave espacial para desviar la órbita de un pequeño asteroide que impactará contra la Tierra en otoño de 2022, una maniobra que parece sacada de Armageddon, aquella mala película de Bruce Willis en la que un grupo de mineros con pintas de cowboys con cuatro copas de más (sin duda rudos patriotas votantes de Trump) son enviados al espacio en misión suicida para, a martillazo limpio, tratar de evitar la colisión de una roca que amenaza con dejar la Tierra más yerma y estéril que un pueblo de la España vaciada. Hoy que la vida terrícola se vaya al garete, como cuando los dinosaurios, ya no es una locura, sino una hipótesis plausible.

El avance de la técnica es vertiginoso e imparable. Nada parece detener al ser humano en su viejo sueño de colonizar otros mundos (una auténtica tragedia cósmica, ya que allá donde vayamos iremos con nuestro asqueroso dinero, nuestro odio, nuestra ambición de poder y nuestra adicción a la violencia) y en los próximos años la exploración interestelar promete entrar en una nueva fase cuyas consecuencias no podemos ni siquiera imaginar. Ya se preparan bases humanas permanentes en Marte –en un futuro no demasiado lejano las expediciones turísticas al planeta rojo serán tan normales y frecuentes como los viajes del Imserso a Benidorm–, y a estas alturas es más que probable que el magnate Jeff Bezos tenga sobre su mesa el diseño de algún tranvía ultrarrápido low cost, un Ryanair con el que catapultar millonarios al misterioso mundo que Ray Bradbury describió con desbordante imaginación en sus célebres Crónicas marcianas.  

Todo está a punto para la conquista del universo, mayormente porque las grandes empresas y multinacionales han visto el filón minero en los planetas del Sistema Solar más cercanos y nadie quiere quedarse atrás en la nueva carrera por el pelotazo y el negocio espacial. Ayer mismo, el vehículo chino Yutu 2 detectó en la superficie de la Luna una extraña formación, un promontorio aparentemente cuadrado bautizado como “misterioso cobertizo”. Lo que pueda ser esa singular estructura no se sabrá hasta que el rover llegue para analizarla, pero Pekín ya ha advertido que habrá “descubrimientos sorprendentes” en la cara oculta del satélite. La noticia nos devuelve, sin duda, a aquellas películas de nuestra juventud, especialmente a 2001: una odisea del espacio con su hipnótica elipsis del hueso lanzado al aire por un primate que acaba convirtiéndose, en un abrir y cerrar de ojos, en una portentosa nave suspendida en el cosmos. Nadie como Kubrick ha sido capaz de contar en tan poco tiempo y con tanta fuerza visual la prodigiosa evolución del ser humano desde una charca infecta en la sabana africana, hace millones de años, hasta HAL 9000, el sofisticado y maquiavélico robot que se revuelve contra su creador. La temida profecía autocumplida se ha materializado una vez más.

Todo este súbito futurismo tecnológico se nos indigesta sin remedio sin que podamos digerir la información y provoca que los dogmas científicos se desmoronen cada cuarto de hora, que los principios y valores filosóficos clásicos salten por los aires, que las más descabelladas ideas escépticas y conspiranoicas se infiltren en la sociedad y que la humanidad viva un momento de delirante convulsión distópica donde nada es lo que parece y donde lo imposible se convierte en real. La mente humana no está preparada para salir cuerda de este mundo Matrix formado por una vorágine de virus, marcianillos verdes, robots y platillos volantes, y pese a que vamos superando fronteras, pese a que nuestra ciencia avanza a pasos agigantados, el bebé sapiens sigue con el chupete y en pañales, pedaleando sin ton ni son en sus triciclos atómicos.

Hoy, cuando el ser humano está más leído que nunca, cuando es más culto y más informado que en ningún otro momento de la historia, ya no cree en una hiperrealidad que lo ciega, lo supera y le impide distinguir la verdad de la fantasía. El mundo cibernético que viene es tan monstruosamente feo y causa tanto pavor que hemos empezado a construirnos nuestras propias válvulas de escape, nuestros propios artificios mentales y nuestros más placenteros paraísos virtuales.

El sueño de la razón produce monstruos. Todo lo que está pasando en este desquiciado planeta en los últimos tiempos resulta tan surrealista y extraño, tan oníricamente estupefaciente, que es imposible asimilarlo sin enloquecer. O como dijo Einstein, cada día sabemos más y entendemos menos. Y si mañana Pedro Piqueras nos cuenta que esos astronautas chinos enviados a la Luna se han tropezado finalmente con el grandioso y reluciente monolito de Kubrick, aquella formidable metáfora de la conciencia superior que en algún momento de la Prehistoria iluminó al simio peludo con la luz de la inteligencia para convertirlo en un ente con conciencia propia, la mayoría ni siquiera lo creerá porque han terminado por convertirnos a todos en unos descreídos patológicos e incurables.

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