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Los otros muros

Guillermo Del Valle Alcalá
Guillermo Del Valle Alcalá
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012. Abogado procesalista, especializado en las jurisdicciones civil, laboral y penal. En la actualidad, y desde julio de 2020, es director del canal de debate político El Jacobino. Colabora en diversas tertulias de televisión y radio donde es analista político, y es columnista en Diario 16 y Crónica Popular, también de El Viejo Topo, analizando la actualidad política desde las coordenadas de una izquierda socialista, republicana y laica, igual de crítica con el neoliberalismo hegemónico como con los procesos de fragmentación territorial promovidos por el nacionalismo; a su juicio, las dos principales amenazas reaccionarias que enfrentamos. Formé parte del Consejo de Dirección de Unión Progreso y Democracia. En la actualidad, soy portavoz adjunto de Plataforma Ahora y su responsable de ideas políticas. Creo firmemente en un proyecto destinado a recuperar una izquierda igualitaria y transformadora, alejada de toda tentación identitaria o nacionalista. Estoy convencido de que la izquierda debe plantear de forma decidida soluciones alternativas a los procesos de desregulación neoliberal, pero para ello es imprescindible que se desembarace de toda alianza con el nacionalismo, fuerza reaccionaria y en las antípodas de los valores más elementales de la izquierda.
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análisis

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Se han cumplido treinta años de la caída del muro de Berlín. La tarde de la efeméride la pasé en el cine. Viendo la última película de Ken Loach, “Sorry we missed you”. Aunque en mi mente, casi instintivamente, la traduje con el título de este artículo.

Tal vez alguno pudiera interpretar que se trata de una distopía macabra lo que nos narra Loach, pero estamos más bien ante el retrato hiperrealista de nuestras sociedades. Como si una cámara estuviera grabando la vida de tantas familias. En Reino Unido o en España, en tantos lugares geográficamente dispares, pero uniformizados por el manto gris de un sistema económico genuino. Genuinamente rentable para algunos, descarnadamente destructivo para tantos.

Un trabajador en paro después de la última gran crisis trata de buscarse la vida como repartidor, conduciendo una furgoneta. Es el caso paradigmático del antaño empleado por cuenta ajena, hoy obligado por la desesperación de las necesidades vitales más primarias a convertirse en un falso autónomo. Endeudado hasta las cejas para adquirir su propio vehículo. No se somete solo a unas condiciones draconianas, a un sueldo de miseria, a un horario imposible, a perder toda la protección laboral que tantas luchas y siglos costó hacer florecer, hay algo peor: la retórica motivacional, el discurso engolado de oportunidades y emprendedores, de autonomía y libertad, que el trabajador desprovisto de dignidad y poder de decisión tiene que escuchar y asimilar con una sonrisa, aunque ya no crea en nada.

La película describe de forma cruda y fidedigna la precariedad laboral que destruye a las personas. A la esposa, que de un lado para otro presta servicios de asistenta a domicilio, sometida a toda la desprotección imaginable, sin respeto alguno por sus descansos semanales, por horarios mínimamente digeribles, por unas condiciones materiales de vida directamente transformadas en la explotación más descarnada.

Y cómo todo ello implosiona la convivencia familiar. La felicidad de las personas. Sus anhelos, su armonía, incluso cuando esta es real y parece imperecedera. La línea de separación entre lo público y lo privado ha desaparecido, en paralelo a cómo desapareció con el paulatino desmantelamiento del Estado social: lo mismo que todos los espacios de lo público fueron perseguidos e invadidos por la injerencia privada, la esfera privada se nos muestra también hoy como una quimera, totalmente expuesta a la volubilidad y crudeza de la lucha en público por la propia supervivencia.

En las televisiones, periódicos y redes sociales, proliferan memes, hashtags, sonrisas, fotos y algaradas recordando el trigésimo aniversario de la caída del muro. Del advenimiento de la libertad. Cómo negar, tras tantas evidencias empíricas, que las distorsiones totalitarias del pasado siglo provocaron el escalofrío de un paraíso soñado que condenó a demasiados a demasiadas sombras. Ojalá pudiéramos afirmar hoy, al calor de los vítores y estruendos, que vivimos en una sociedad verdaderamente libre. Pero no. Claro que no.

Hoy sigue habiendo, en efecto, otros muros. Sin ir más lejos, los de la triste pesadilla que con maestría dibuja Ken Loach. La distopía del darwinismo social en que vivimos, finalmente revelada como una foto sin filtros ni distorsiones de la realidad. Esa sociedad libre, una sociedad en la que nadie tuviera que arrodillarse hasta la indignidad, hasta la aceptación de unas condiciones laborales de semiesclavitud, o esclavitud completa, esa sociedad sigue estando hoy igual de lejos de ser una realidad. O quizás más. Porque una sociedad que conjuga libertad con la misma facilidad con la que olvida que no hay libertad sin igualdad, sin dignidad ni protección de los más débiles, es una sociedad profundamente enferma, una sociedad eminentemente inmoral.

No se trata de proyectar viejas nostalgias, sino de aprender para no consolidar ningún drama, tampoco los actuales, aquellos otros muros que parecen hoy blindados, los que en silencio se cimientan cada día sobre las ruinas de un Estado social en descomposición. El proyecto de perpetuación de tantos muros invisibles, sea cual fuere su disfraz de vindicación de libertades tan formales como falsas, es un proyecto de involución deliberado. El proyecto neoliberal de entronizar las tinieblas y los escombros, en tanto que naturales. Pero en esos escombros y tinieblas, en ese estado de naturaleza donde no rige otra ley que la del más fuerte, no hay libertad alguna ni efeméride que valga para vindicarla. Solo hay opresión y tiranía, tal vez con diferente envoltorio.

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