Sucumbe el instante un día más, si bien no es sino en ocasiones reseñadas, como la que hoy nos ocupa, cuando discernir la diferencia llamada a dotar de presencia al momento por encima de la fecha, lo que permite separar lo propio del ejercicio de la crónica, de esa otra labor no por menos objetiva menos digna, y que hace del refrendo de las emociones el terreno propio en el que abonar sus pretensiones.
Cuidadosos hemos de ser siempre, pues no en vano en territorios propios de la interpretación nos apostamos. Mas si bien dubitativo se halla el espíritu llamado a en estos páramos a adentrarse, no es menos sabido que la experiencia del mismo resulta satisfactoria a la hora de discernir entre lo que está llamado a ser relatado, y lo que para ser consignado parece propiamente haber sucedido.
Huyamos pues por tenebroso y sin que sirva de precedente, de lo que sujeto a la emotividad prende (pues solo desde la emoción lo blanco puede por negro ser tenido) y aspiremos siquiera por obligación que no por gusto a poner de manifiesto la necesidad que a estas alturas se torna ya en premura, de atesorar como si de los planos de La Isla del Tesoro se trataran todas y cada una de las muestras que de constatación de los acontecimientos referidos nos son regalados por los pocos, cada vez menos, que con vida quedan, pese a haberlo vivido.
Ochenta años se han cumplido hoy de aquel famoso parte de guerra destinado no tanto a poner fin a una guerra, como sí más bien a inaugurar la que estaba destinada a ser época de victoria de unos sobre otros. Sin embargo muchos y anteriores son los acontecimientos que, olvidados por todos menos por los que en primera persona estuvieron destinados a protagonizarlos, tejen ese pedazo de historia destinado a separar lo que una vez estuvo destinado a ser, de lo que realmente acabó siendo.
Ochenta años en los que el continuo soplar del viento ha terminado por dejar sin polvo las lastras destinadas a soportar el futuro de un país que, como tal, tiene todavía que afrontar su pasado, si quiere garantizar por sólidos los cimientos de lo que habrá de ser la construcción llamada a contener su futuro.
Ochenta años en los que el griterío de unos, dota de fuerza, hasta convertir en ensordecedor, el estrepitoso silencio de otros.
Durante muchos años, cuestiones contextuales propias de las variables llamadas a conformar mi realidad, han forjado en torno a mí infinidad de preguntas. Las respuestas que a las mismas era capaz de dar, servían de manera contextual para aglutinar la esencia del que habría de ser el proceso destinado a prodigarme mi propia madurez como persona. Así, al principio, y desde la visión de un niño, no acertaba a entender por qué si estaba tan claro quiénes fueron los buenos, y quiénes los malos, unos y otros no recibían la recompensa que en justicia para con sus actos debía servirles de retribución. Pasado el tiempo, reflejado en mi proceso madurativo en la aparición de la capacidad para introducir la variable del relativismo, tan útil en todo lo concerniente a los episodios de transcendencia moral; poco a poco fui capaz de entender hasta qué punto la línea que separaba a los buenos de los malos era en realidad bastante menos nítida de lo que mi infantil convicción me había hecho antaño ver.
Sin embargo hoy, cuando se cumplen ya con la certeza de la cronología ochenta años del instante que separa la Guerra Civil, de los casi cuarenta años de oscuridad y zozobra que a la misma le sobrevivirían; mi pregunta pasa por saber si esta país, y en concreto su sociedad, ha demostrado estar legítimamente preparada para escribir no tanto la crónica como sí más bien el refrendo ideológico concerniente a la configuración de la comprensión de unos hechos que hipotéticamente enclavados en un pasado, afectan de manera tan evidente en nuestros presente.
Cuando seamos capaces de responder rotundamente a tal cuestión, podremos completar la lectura del que acabo siendo el último parte de guerra.