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El Estado en los tiempos de Netflix

Guillermo Del Valle Alcalá
Guillermo Del Valle Alcalá
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012. Abogado procesalista, especializado en las jurisdicciones civil, laboral y penal. En la actualidad, y desde julio de 2020, es director del canal de debate político El Jacobino. Colabora en diversas tertulias de televisión y radio donde es analista político, y es columnista en Diario 16 y Crónica Popular, también de El Viejo Topo, analizando la actualidad política desde las coordenadas de una izquierda socialista, republicana y laica, igual de crítica con el neoliberalismo hegemónico como con los procesos de fragmentación territorial promovidos por el nacionalismo; a su juicio, las dos principales amenazas reaccionarias que enfrentamos. Formé parte del Consejo de Dirección de Unión Progreso y Democracia. En la actualidad, soy portavoz adjunto de Plataforma Ahora y su responsable de ideas políticas. Creo firmemente en un proyecto destinado a recuperar una izquierda igualitaria y transformadora, alejada de toda tentación identitaria o nacionalista. Estoy convencido de que la izquierda debe plantear de forma decidida soluciones alternativas a los procesos de desregulación neoliberal, pero para ello es imprescindible que se desembarace de toda alianza con el nacionalismo, fuerza reaccionaria y en las antípodas de los valores más elementales de la izquierda.
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análisis

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Vivimos tiempos convulsos. La posmodernidad llegó para quedarse y con ella un claro desprecio por las cuestiones materiales, renuncia paradójicamente desplegada en tiempos de desigualdades y zozobra social. Buena parte de la izquierda mundial, entregada en cuerpo y alma a los pequeños relatos identitarios, no sabe qué hacer con los Estados. Con el antiguo Estado-nación, tan debilitado por arriba, ante la hegemonía apabullante de instancias supranacionales, y, en algunos casos paradigmáticos como el español, también por abajo, ante procesos nacionalistas de cariz fragmentario, eminentemente reaccionarios. Ante esa menguante soberanía de los Estados, casi elíptica en lo económico, y tan relativa en todo lo demás, hay quien apunta con toda la artillería contra su propia supervivencia. Acusando a los Estados de ser la pieza más relevante de un sistema injusto. La propuesta no pasa ya por alcanzar el poder político para desde allí empezar a transformar o revertir el estado actual de cosas. Algunos están dispuestos a aligerar los trámites, en una suerte de ensoñación anarquizante: no hay que tomar ningún poder, o alcanzar cuotas significativas de ese poder político y estatal; basta con dar la espalda a unas estructuras obsoletas y seguir hacia adelante. ¿Hacia dónde? Quién sabe. Tal vez hacia ninguna parte.

Hay quien refiere que agarrarnos a estructuras de posguerra es un ejercicio inútil de anacronismo ideológico. Que es baladí tratar de preservar tales estructuras políticas en un tiempo posfordista y poskeynesiano como el nuestro. En el que no existe ninguna alternativa sistémica, de índole estatal, frente al capitalismo. Tampoco ninguna posibilidad real de embridarlo suficientemente en el plano socioeconómico. Si hay algún espacio para esa disidencia controlada y hasta guionizada, habrá de ensayarse dentro de los carriles del mercado de la diversidad, en el que todas las identidades son respetables, excepto las de clase.

No debían pensar lo mismo algunos actores de la izquierda posmoderna en la última crisis económica internacional cuando se trazó desde el corazón de la Troika un jaque mate a la soberanía nacional de Grecia y muchos de nuestros izquierdistas patrios inundaron los perfiles de sus redes sociales de reivindicaciones a favor de dicha soberanía nacional. La de Grecia. Y estaban cargados de razones. Hasta esgrimieron símbolos nacionales contra esas instancias supraestatales de orden económico-financiero, a las que se estaba transfiriendo soberanía por la puerta de atrás, sin sujeción a control democrático alguno. Tal vez entonces los esquemas del añejo Estado-nación no les parecieron tan obsoletos. Ni tan prescindibles. Lástima que hoy esa defensa del Estado, en pleno desiderátum secesionista, se regale a una derecha furibundamente neoliberal, a la que ese mismo Estado le da bastante igual, según confesiones propias y reiteradas.

Hoy vemos cómo generalizadamente el Estado es identificado con la represión u opresión de identidades y minorías. Culpable de los más execrables comportamientos discriminatorios hacia la mujer, insensible ante el cambio climático. Las grandes multinacionales siempre salen mejor paradas en el reparto de papeles y roles. Qué decir de posiciones como el especismo o el veganismo, absolutamente dúctiles a la hora de imputar al Estado la responsabilidad total de formas de vida y organización humana presuntamente nocivas, opresoras o brutales. Frente a una arcadia feliz, hiperindividualista, profundamente idealista, y en algunas ocasiones deliberadamente irracionalista.

Una serie española de Netflix, francamente entretenida, ha traspasado fronteras. La Casa de Papel. Gracias a la misma, muchos jóvenes bailan y tararean el himno antifascista Bella Ciao en cualquier parte del mundo. Aunque algunos ignoren sus orígenes históricos, su significado real. Es un tiempo de significantes vacíos, de iconos y fetiches, de activismo y pancarta, más allá de transformaciones reales, concretas y tangibles. Un tiempo, precisamente, en el que el abandono de las causas materiales por parte de la izquierda ha echado a gran parte de las clases trabajadores en brazos de partidos neofascistas o liberal-conservadores. Produce escalofríos.

No pidamos a la ficción otra cosa que su legítima y saludable dimensión lúdica. Pero tampoco ignoremos que la ideología no aparece solo en los noticiarios de las cadenas públicas, las mismas que habría que privatizar, según el relato mainstream. Ya lo dijo la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso: para qué necesitamos las noticias de Telemadrid, si la gente prefiere Netflix. Entretenimiento. Sin la manipulación de las televisiones públicas, claro; las otras no manipulan, al parecer de estos ilustres devotos del mercado. Esas televisiones públicas, esos dinosaurios propios de regímenes intervencionistas. En las antípodas de la arcadia liberal. Entretenimiento, nos dicen. Aséptico, claro. O no tanto.

La serie narra un atraco perfecto, contra la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Luego habrá otro, contra el Banco de España. El mensaje de disidencia es inequívoco, contra un sistema económico, financiero y político injusto. Los guionistas de la serie de Netflix proyectan la resistencia frente al Estado y su escasa (¿o tal vez deberíamos decir nula?) capacidad monetaria y económica.

Por supuesto la mentada resistencia frente a ese sistema económico y financiero injusto adquiere la forma de latrocinio activo y simpático, carismático. Pura acción. Bonhomía populista. ¡Acaso no cometió abusos el sistema!, se nos dice a lo largo de la serie. Y tanto que los cometió. Aunque tal vez cabría ser más precisos a la hora de perfilar y repartir responsabilidades. Una vez los atracadores, ya convertidos en héroes del pueblo, consiguen el botín, proceden a repartírselo. Ente colegas. Excepto un buen pellizco, que termina lloviéndole literalmente del cielo al pueblo desesperado. Carismáticos referentes que mediante dádivas privadas, siempre privadas, comparten altruistamente una ínfima parte de lo detraído. ¡No pretenderán ustedes que la redistribución se haga vía impuestos, recaudados por ese mismo Estado que nos estamos cargando!

A la fuga huyen los resistentes, puestos en busca y captura por unos Estados atestados de funcionarios tontos, malos y perversos. Los paradisíacos y remotos lugares donde escapan y se refugian, a vivir como privilegiados, son en muchos casos hermosos paraísos fiscales sin Estado. O Estados fallidos. Esa es la imagen de la libertad que nos vende Netflix. La disidencia controlada y el modelo legítimo de resistencia. La pieza central de la opresión es el propio Estado. Curioso. Sintomático.

Y no es casual, la verdad. Porque lo mismo que los simpáticos resistentes escapan a donde no hay control ni ley, ni por supuesto impuestos, donde no existe esa vieja rémora del Estado-nación, de la misma manera Netflix elude pagar millones de euros a esos mismos Estados, incapaces de tener la menor soberanía económica y financiera, con un poder fiscal totalmente deteriorado. Ya vimos la capacidad real de supervisión e intervención del Banco de España en la última crisis económica. La de un testigo mudo, a lo sumo aquiescente con los movimientos especulativos del mercado. Y bien lo sabe Netflix. Ese mismo Estado que se vislumbra como epítome más representativo del sistema, en toda su perversidad, no es hoy más que un juguete roto en manos de los actores reales de la función, entre los que destaca con fulgor fiscalmente elusivo la propia Netflix.

3.146 € pagó la susodicha en España el último año. Sí, han leído bien. 3.146 € en concepto de Impuesto de Sociedades. Ni para la propina del apuntador. Mientras tanto, ajustes y recortes mediante, el artículo 135 de la CE vigila atento cualquier desmán o exceso del Estado social. Ese mismo Estado contra el que enfila sin descanso nuestra izquierda posmoderna e identitaria. Nunca el capitalismo soñó con dormir tan plácidamente.

 

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