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El saber en llamas

“Y todo fue porque de repente descubrí que allí donde la atalaya estaba situada resultó ser una mentira”. El templo caído. Joseph Raena

Antonio Guerrero
Antonio Guerrero
Antonio Guerrero colecciona miradas, entre otras cosas. Prefiere las miradas zurdas antes que las diestras. Nació en Huelva en 1971 y reside en Almería. Estudió relaciones laborales y la licenciatura de Filosofía.
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análisis

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“Y todo fue porque de repente descubrí que allí donde la atalaya estaba situada resultó ser una mentira y el dolor por el descubrimiento cubrió mi cuerpo de zozobra. El templo del saber se mostró lleno de herrumbre”. Así rezuma un texto de otra época que describe una crisis en un templo del saber.

Y digo crisis porque parece inadecuado utilizar la palabra corrupción en una institución dedicaba a impartir y difundir el conocimiento. No obstante no veo porque no usarla si esa es justamente la palabra que concuerda con los hechos que así son merecedores de tal calificativo. En realidad esa sería la palabra que debería aparecer en el texto.

A la vista de otros fragmentos, esa institución había caído en manos de la corrupción institucional porque el amiguismo era más que notorio entre aquellos que se decían estandarte del conocimiento.

Entonces esa institución tenía una larga tradición de relaciones ocultas con el poder lo que derivó en un sistema de clanes, y redes, que llenaron los rincones en los que el saber debía invadir el aliento.  En esos días el aire parecía desvanecerse, tal como aliento de moribundo, entre quienes tapaban sus pecados con susurros.

Y eso era todo lo que vislumbraban otros textos sobre aquel acontecimiento: un aire de mar caluroso tras palabras encadenadas que indicaban que toda persona sin buena situación estaba fuera de algo;  estudiantes que caminaban ajenos a los entresijos; profesores que miraban hacia otro lado; un grito sordo que no se oía.

El saber en llamas ardía sin remedio y los libros, los queridos libros, se perdían entre en fragor de la batalla con el fuego. Y ese lugar pasaba desapercibido ante los ojos despistados de la multitud que lo presenciaba a diario.  Y los pocos que lo sabían, que eran conocedores de esta endogamia, callaban por miedo.

Como en la obra de Lorca, posterior a ese tiempo: “A callar he dicho. Las lágrimas luego, cuando estés sola”. El silencio les protegía de expulsiones institucionales, denuncias, expedientes, etc. Mientras tanto en una clase cualquiera un alumno miraba por la ventana e intentaba recodar dónde fueron sus ídolos, los que le ayudaron a ir a ese templo, los que le insinuaron que tras los muros estaba el futuro de la humanidad.

Los ídolos habían muerto, creía, porque el futuro del conocimiento no existía. Por eso mismo, el saber ardía en llamas. O arde. No lo tengo claro. 

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