Si obviamos el partido de exhibición contra Nadal en Las Vegas el enfrentamiento de Carlos Alcaraz contra Arnaldi en Indian Wells era el primero en un torneo después de haberse torcido el tobillo en Río de Janeiro. Era muy importante. Había que dejarse el alma. Y parecía un partido relativamente fácil. Pero es lógico que para cualquier rival ganarle un set a Alcaraz sea como para un escalador dominguero subir el Nanga Parbat.
Parecía que el Gran Carlitos lo tenía hecho, porque le rompió el servicio a Arnaldi en la primera mitad del primer set. Pero Arnaldi se recuperó, rompió el servicio a Alcaraz y hasta consiguió ganarle en el tie break final.
Y entonces Alcaraz se cabreó. Alcaraz se llamó a sí mismo. Alcaraz volvió. Volvió a ser Alcaraz. Y jugó sin piedad. Con rabia. Sin dejar escapar ni un solo punto.
Y ganó el segundo set por seis a cero. A pesar de que su rival se dejó el alma en el último juego intentando evitarlo.
El segundo set de Alcaraz en Indian Wells dibuja perfectamente el misterio y la profundidad que hay tras cualquier partido de tenis. No solo es mucha práctica y forma física, o facilidad innata y natural; es algo infinitamente más hondo.
El ánimo. El alma del jugador. Hemos visto a todos los grandes «irse» de los partidos. Hemos visto jugadores menores convertirse en gigantes.
Había tristeza en la mirada de Juan Carlos Ferrero al ver sufrir a su pupilo, infinitamente superior al rival con el que se estaba enfrentando en el tie break del primer set. Porque Ferrero sabe. Como sabe todo el mundo que está dentro y alrededor del tenis.
Sabe de la hondura y la voluntad que necesitan los grandes para continuar siéndolo.
Se podría escribir una novela a partir de ese segundo set de Alcaraz en Indian Wells. Una novela victoriosa. Seis a cero. Luchador magnífico.
Tigre Tigre
