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“La relación con mis personajes es como la que tengo conmigo mismo: busco milagros y hazañas de todo tipo”

Javier Puebla recorre las andanzas del legendario marqués de Portago, descendiente de conquistador y ahijado de Alfonso XIII, un personaje de novela que tuvo una vida muy real exprimida siempre al límite

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análisis

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El escritor Javier Puebla (Madrid, 1958) guarda en su interior más profundo probablemente mucho del niño que siempre fue Alfonso Cabeza de Vaca, el legendario marques de Portago, protagonista excepcional de su nuevo trabajo literario, El sabor del último beso (La esfera de los libros). Descendiente por línea paterna del conquistador Alvar Núñez Cabeza de Vaca y ahijado de Alfonso XIII, su trayectoria vital es tan novelesca que parecería irreal, si no fuera porque Javier Puebla sabe elevar con maestría única a la categoría de literatura con mayúsculas lo que podría pasar como una novela histórica más de las muchas que atiborran los anaqueles de las librerías.

¿En qué momento supo que Alfonso de Portago merecía un libro para contar su historia?

Era algo que estaba en el ambiente. En cuanto alguien oía hablar del Marqués Sin Miedo se daba cuenta de que era un personaje de novela; lo extraño era que nadie la hubiese escrito.

¿Qué le atrajo del personaje para llevarlo a la literatura?

La constante cercanía de la muerte que le hacía vivir con una intensidad y pasión inimaginables para la mayoría de las personas de nuestra época.

Abordar la trayectoria vital de un personaje histórico tan poliédrico como “El marqués sin miedo”, ¿se hace con respeto, con admiración o simplemente con curiosidad, o con un poco de todo ello?

Siempre que escribo, y me apoyo en un personaje, sea real o de ficción, en primer lugar hago un trabajo de actor: me meto en su piel, y me convierto en él. A partir de ahí la relación es como la que tengo conmigo mismo: busco milagros y hazañas de todo tipo, caigo y pienso que me rindo, me enamoro de mujeres, me despisto… Después de escribir algunos capítulos, como el de la avioneta o la inolvidable carrera a bordo de un Ferrari en Silverstone, el corazón me latía a mil por hora, y si me miraba los ojos en un espejo estaban llenos de alegría y brillo.

Cuando uno no es biógrafo profesional ni historiador, sino literato, un narrador o novelista, ¿tiene más libertad a la hora de perfilar la historia biográfica en cuestión, aunque, por supuesto, ciñéndose exhaustivamente a la documentación consultada sobre el protagonista?

Una novela histórica, primero es novela y luego histórica. Histórica es el adjetivo. Del mismo modo que cada vez que revivimos un recuerdo propio lo matizamos y va evolucionando, cuando escribimos la vida de alguien que ya no está –al menos en mi caso- esa vida vuelve a ser nueva y se puede narrar desde el alma, desde el corazón, y no desde el dato, siempre insuficiente y casi siempre frío. “Yo soy Fon, así me llamaban mis amigos, y ningún historiador sabe lo que yo sé de mi mismo”.

Hazañas, amoríos, no pocas debilidades y un valor a prueba de todo tipo de sabotajes… ¿Qué aspecto destacaría por encima de otros de Alfonso Cabeza de Vaca? ¿Por qué?

Era un niño. Un niño que quería que su padre estuviese orgulloso de él, y jamás dejó de ser ese niño porque su padre –héroe de guerra y también interesantísimo- murió cuando él aún no había cumplido los catorce años. Era un niño que quería jugar todo el tiempo, y que creía que después de romperse volvería a recomponerse siempre. Podría volver eternamente al principio. Por eso le pedía a todas las chicas, a todas las mujeres que le gustaban, que se casaran con él.

¿No cree que existe una tendencia a rodear del halo de la leyenda a personajes de la clase alta o aristócratas?

Parten de una situación de glamur natural, pero son muchos más los invisibles, aquellos que nadie recuerda, que los que logran seguir vivos en la memoria del mundo.

“Alfonso Cabeza de Vaca era un niño, un niño que quería que su padre estuviese orgulloso de él”

Todo personaje de leyenda tiene asociada intrínsecamente a su trayectoria vital un momento concreto de la historia, y el caso de Alfonso de Portago no iba a ser menos, precisamente en aquellos años de entreguerras donde los extremos ideológico se abrazaban en un clima social irrespirable…

Estaba por encima de esa realidad. Y era muy diferente estar allí –hablo desde Portago, desde el Portago que he sido, y soy, para escribir la novela–que contemplarlo desde ahora mismo. Cuando eres niño y vas a gatas por el pasillo ves el mundo a tu nivel, y no te juzgas torpe e insuficiente, aunque quizá también encantador, como cuando te acuerdas de ese niño desde la perspectiva de un hombre de cuarenta años. Portago vivió el momento, sin juzgarlo; sólo sacándole el máximo disfrute y partido.

El protagonista de su libro fue un privilegiado para una época histórica en un país repleto de penalidades, necesidades y completamente fracturado política y socialmente. ¿Fue ajeno en todo momento al pulso diario de su propio país o todo lo contrario?

Pensaba que era perfectamente posible que le llamaran a él para ocupar el trono de España cuando el dictador falleciese. Esa era su perspectiva.

¿En qué aspectos de su vida pudo notarse esta peculiaridad en un sentido u otro?

Los aristócratas suelen tener una excelente relación con el pueblo llano, y sentir poco aprecio por los burgueses. Su mejor amigo, Gunner, era un americano de clase obrera que trabajaba de botones, y de más cosas (hay que leer el libro para descubrirlas) en el hotel Plaza de Nueva York. Juntos formaban un tándem invencible.

Nosotros, los pilotos de carreras, apreciamos mucho más la vida porque a menudo rozamos la muerte. Si hubiese nacido hace seiscientos años me habría dedicado a matar dragones y a rescatar princesas en apuras” –le respondió una vez a un periodista. Así era, es, Portago. Y por eso El sabor del último beso fue para él lo más grande que nunca había vivido.

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