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Los conejos de Feijóo

El líder del PP nos deja interesantes datos sobre su personalidad tras airear sus recuerdos más íntimos en un congreso sobre el rural

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análisis

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Por Freud sabemos que el niño busca aquello que le resulta agradable y evita aquello que le resulta doloroso. Y el famoso psiquiatra estadounidense Menninger creía que lo que se les dé a los niños, los niños lo devolverán a la sociedad. En los últimos días Alberto Núñez Fakejóo nos ha ofrecido datos interesantes sobre su infancia más remota que nos ayudan a componer el puzle de su compleja personalidad. Por lo visto, el presidente del Partido Popular añora sus tiempos en la bucólica Galicia, su vida pasada en los verdes prados de Os Peares, donde se crio entre vacas y hórreos. Tanto es así que durante su intervención en un congreso internacional sobre el rural no tuvo reparos en sacar lo más íntimo que un hombre lleva dentro, sus sensaciones de la niñez, sus recuerdos (los recuerdos son la ropa interior mental de cada uno de nosotros).

Lo que hizo Feijóo en ese evento público, para sorpresa de todos, fue tumbarse en el diván, abrirse en canal y contarle al psicoanalista, en este caso la opinión pública española, lo más profundo e íntimo que lleva dentro. “Teníamos colmenas (…) saludábamos a las golondrinas en primavera, escuchábamos a los jilgueros y también nos daban pena los gorriones en el invierno”, dijo lacónicamente. De haberse quedado ahí, qué bien habría resuelto el discurso que por momentos venía a recordar aquello de “tristeza dulce del campo” de nuestro mejor Juan Ramón. Pero no. Erróneamente el líder conservador prefirió seguir hablando, seguir desnudándose, exponerse a llaga viva y sacar lo más oculto de su ser. Y ahí fue cuando llegó el momento raro, extraño, casi freudiano, un minuto que no podremos olvidar fácilmente. “Yo también… mejor dicho, en mi casa también había gallinas… había cerdos… Seguía con interés la procreación de los conejos que había en casa”, confesó mientras más de uno entre el público trataba de contener, a duras penas, las risillas. Qué hombre, qué valor, qué estadista de época. Uno ha de tener mucha valentía, o estar muy desinhibido, o llevar un par de orujos de más, para admitir públicamente que mientras otros niños se dedicaban a darle a la pelota, a jugar a las canicas o a montar en bicicleta, tú te pasabas el tiempo viendo cómo chingaban los lepóridos. Escalofriante.

A menudo, el político de hoy cree que haciendo gala de una apariencia de total sinceridad, mostrándose llano, corriente y mortal, ganará más votos en las urnas, cuando eso no es exactamente así. Hay cosas en la vida que mejor mantenerlas calladas, ocultas, para uno mismo. ¿Qué pensarían los españoles si mañana a Pedro Sánchez, en medio de una rueda de prensa, se le ocurriese decir que, en sus tiempos mozos de baloncestista, le encantaba hacer pelotillas con sus mocos y lanzarlos a canasta contra tablero? ¿A que no sería bueno para el negocio? Pues eso. Por tanto, un político tiene que saber qué decir y hacer en cada momento. Mostrarse lo más sincero posible, siempre. Abrir tu corazón hasta airear los secretos más inconfesables aún a riesgo de hacer el ridículo, jamás. Pero esa clase de Politología básica se la debió saltar el gallego aprendiz de estadista. El problema de Feijóo es que cuando le toca ponerse bajo los focos sin red, cuando se expone públicamente sin asesores para improvisar y elaborar un discurso, la caga casi siempre. Es entonces cuando le da por ponerse cultureta y dice cosas como que Orwell escribió 1984 ese mismo año (cualquiera sabe que lo hizo en 1949); o se viene arriba con la economía y confunde el tipo de interés con la prima de riesgo. Un político medianamente sensato debe ir siempre con pies de plomo, sabiendo el terreno que pisa y siendo consciente de que en cualquier momento puede meterse en arenas movedizas, arruinando su carrera para siempre.

Ver en acción a una pareja de conejos no tiene demasiado interés. Por los documentales de la 2 sabemos que el macho y la hembra se ven, él inicia la aproximación moviéndose en círculo, la olfatea, corre en repetidas ocasiones a su alrededor, emitiendo un zumbido, y trata de montarla (si la coneja está receptiva, se tumba para favorecer el acoplamiento, en caso contrario, puede mostrarse agresiva y escapar). El acto en sí dura apenas unos segundos y el macho se lo ventila con unos cuantos movimientos mecánicos y acelerados de pelvis, entre tenues chillidos, y a otra cosa. De ahí que a alguien se le afee que “folla como un conejo” cuando se salta los preámbulos amorosos (evitando cualquier disfrute de placer) y va directamente al grano, al tema, al acto reproductivo puro y duro, tal como ordenaba la Santa Madre Iglesia en los años del nacionalcatolicismo franquista. Los españoles estuvimos apareándonos como conejos durante cuarenta años, o sea, con miedo, vestidos, con la luz apagada y el crucifijo en la pared. Todas esas costumbres están retornando de nuevo como consecuencia de las ideas ultrarreaccionarias de la nueva extrema derecha rampante que triunfa no solo aquí, sino en todo el mundo.

No hay nada malo en que a un jovencito le guste entrar en la corraleta para echar un ojo furtivo a los conejos en el momento en que estos hacen el ñaca ñaca (siempre que esa práctica no se convierta en una obsesión, siempre que la escena no quede grabada en la mente y se termine confundiendo a los conejos con los humanos). Mucho mejor eso para aprender lo que es la sexualidad que el cine porno, origen de tantos traumas y de tantas manadas machistas. El único problema es que si esos extraños recuerdos de la infancia se confiesan en una barra de bar, o en una reunión de amigos, la cosa da para unas risas y queda ahí, mientras que si los airea el candidato a presidir España algún día el asunto quita glamur, provoca el sonrojo del pueblo y queda para la posteridad. A partir de ahora, cuando nos hablen de Feijóo, ya no podremos ver a ese estudiante brillante empapándose de las leyes bajo un árbol de su hermosa tierra gallega, en plan joven Mister Lincoln, sino a un chico tímido y algo retraído con gafas que, en la sórdida oscuridad de un corral, y absolutamente fascinado, interrumpe a dos pobres conejos asustados que ni siquiera pueden echarse un kiki en paz.

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