sábado, 27abril, 2024
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Neoliberalismo, el guardián de la «financiarización» (parte I)

Eduardo Luis Junquera Cubiles
Eduardo Luis Junquera Cubiles
Nació en Gijón, aunque desde 1993 está afincado en Madrid. Es autor de Novela, Ensayo, Divulgación Científica y análisis político. Durante el año 2013 fue profesor de Historia de Asturias en la Universidad Estadual de Ceará, en Brasil. En la misma institución colaboró con el Centro de Estudios GE-Sartre, impartiendo varios seminarios junto a otros profesores. También fue representante cultural de España en el consulado de la ciudad brasileña de Fortaleza. Ha colaborado de forma habitual con la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón y con Transparencia Internacional. Ha dado numerosas conferencias sobre política y filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, en la Universidad UNIFORM de Fortaleza y en la Universidad UECE de la misma ciudad. En la actualidad, escribe de forma asidua en Diario16; en la revista CTXT, Contexto; en la revista de Divulgación Científica de la Universidad Autónoma, "Encuentros Multidisciplinares"; y en la revista de Historia, Historiadigital.es
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análisis

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Cuando hablamos de desregulación, no podemos hacerlo sin mencionar el neoliberalismo. Tal vez la característica más asombrosa del neoliberalismo es que no existe como partido político ni como movimiento ideológico que adopte tal nombre. Lo que sí existe es una extensa red de organizaciones-la mayoría estadounidenses y británicas- extraordinariamente ricas y poderosas dedicadas a promover esta corriente de pensamiento en todo el mundo. Se designan a sí mismos como “liberales clásicos”, pero se inspiran de forma clara en las ideas de Mises y Hayek, dos economistas austríacos del siglo XX. El término “neoliberalismo” nace en París en una reunión organizada por el filósofo francés, Louis Rougier, conocida como el Coloquio Lippmann, en referencia al libro The Good Society (1937), del genial periodista estadounidense y dos veces ganador del Premio Pulitzer, Walter Lippmann. Este encuentro se celebró entre los días 26 y 30 de agosto de 1938 en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual de la capital francesa y en él participaron un reducido grupo de economistas, sociólogos, intelectuales, altos funcionarios y empresarios de Europa y Estados Unidos que recelaban del papel del Estado como agente con capacidad de influir en la economía porque consideraban que esto conduciría de forma inevitable a una forma de totalitarismo. Aunque la creación del término “neoliberalismo” es atribuido indistintamente tanto al economista y sociólogo alemán, Alexander Rüstow, como al propio Louis Rougier, las actas publicadas del Coloquio Lippmann dicen que fue el economista francés, Louis Marlio, quien propuso por primera vez esta denominación, en la sexta sesión de este ciclo de conferencias.

El Coloquio Lippmann se celebró cinco años después del advenimiento del nazismo y veintiuno desde el triunfo del comunismo en la antigua Unión Soviética que, efectivamente, fueron sistemas que aspiraron a crear sociedades en las que el Estado oprimiría toda iniciativa individual en favor de sistemas colectivistas (en el caso del nazismo, en Alemania nunca se alcanzó el desarrollo de la colectivización vivido en la Unión Soviética). Ambas dictaduras fueron objeto de análisis y debate durante este encuentro, luego las críticas por parte de este grupo de intelectuales a sus formas de colectivismo, su manera de administrar la economía y sus crímenes y excesos son totalmente lógicas y están legitimadas desde el punto de vista ético. Pero si bien el nazismo y el bolchevismo fueron antidemocráticos y genocidas, eso es algo que en ningún caso podemos decir de los sistemas democráticos que intentan corregir las desigualdades inherentes al sistema capitalista desde los postulados socialdemócratas o democristianos, que no están exentos de críticas, naturalmente, pero que no pueden ser analizados en el mismo plano que estos sistemas totalitarios. Pese a estas consideraciones iniciales de carácter moral y filosófico en defensa de ideales como la libertad y la democracia, resulta demasiado ingenuo atribuir al movimiento neoliberal una intención ética y no puramente práctica, como han demostrado todas las crisis económicas de las últimas décadas, en las que la prioridad para los defensores del neoliberalismo siempre ha sido preservar los mercados y el Estado (entendiendo este como un proveedor de fondos a las empresas y no de servicios a los ciudadanos) y no el bienestar de las personas. Y lo mismo sucedió cuando el neoliberalismo se vio ante el dilema de apoyar los mercados o la democracia -casos de Brasil, en 1964; Chile, en 1973; y Argentina, en 1976-, porque optó siempre por lo primero.

Respecto a Mises y Hayek, debemos decir que ambos desconfiaban de la democracia social promovida en Estados Unidos por Franklin Delano Roosevelt y del desarrollo del Estado del Bienestar en Reino Unido, diseñado por William Henry Beveridge, economista y reformador social británico que creó un proyecto de seguridad social universal provisto de una legislación vinculante. Beveridge consideraba que las ayudas a los sectores sociales más vulnerables y desfavorecidos no debían ser tan solo un retoque caritativo, sino un deber del Estado de proveer de determinados servicios a todos los sectores de la población. Es así como los ciudadanos de las democracias de Europa Occidental comienzan a adquirir la idea de que servicios como la sanidad, el transporte público de calidad, la educación, las pensiones o la renta básica constituían derechos y no privilegios. La novedad de los planes de Beveridge era el reconocimiento de responsabilidad legal del Estado hacia los ciudadanos. Tanto Mises como Hayek, hicieron una particular y perniciosa lectura de estos avances considerándolos equiparables al colectivismo nazi y al comunismo soviético.

En su libro, Camino de servidumbre (1944), Hayek afirma que las economías planificadas oprimen la iniciativa individual y desembocan en dictaduras. También fue un libro de éxito La burocracia (1944), de Mises. Ambas obras fueron recibidas con entusiasmo por millonarios de Estados Unidos y Europa que comenzaban a cuestionar el papel del Estado a la hora de recaudar impuestos y regular la economía. No es extraño que, en 1947, cuando Hayek funda la Mont Perelin Society, asociación dedicada a promover su ideología, recibiera apoyo económico de muchos potentados y de sus organizaciones, bancos y empresas. Los defensores de las ideas de Hayek no tardaron en radicalizar sus postulados y en financiar asociaciones de “expertos” y laboratorios de pensamiento dedicados a promocionar el neoliberalismo en la sociedad y en universidades y escuelas de negocio. Algunas de estas organizaciones fueron el American Enterprise Institute (EE. UU.), el Hoover Institute (EE. UU.), la Heritage Foundation (EE. UU.), el Cato Institute (EE. UU.), el Institute of Economic Affairs (Reino Unido), el Centre for Policy Studies (Reino Unido) y el Adam Smith Institute (Reino Unido). También crearon y subvencionaron departamentos, centros de estudios y puestos académicos en muchas universidades, principalmente en las de Chicago y Virginia, y varias escuelas de negocios y de estudios empresariales pertenecientes a algunas de las universidades más prestigiosas del mundo, como las de Stanford o Harvard, nacieron ya como centros de la ortodoxia neoliberal.

Tanto Hayek como Friedman fueron galardonados con el Premio Nobel de Economía, en 1974 y 1976, respectivamente, en lo que constituyó una forma de otorgar prestigio y respetabilidad al neoliberalismo. Alfred Nobel no estableció en su testamento de creación de los Premios Nobel ningún galardón dedicado a esta ciencia social. A diferencia del resto de Premios Nobel, el de Economía no se crea a principios del siglo XX, sino en 1968, y lo otorga el Banco Central de Suecia (Premio Sveriges Riksbank) con el objetivo de recompensar, ensalzar e incentivar los estudios más favorables a la desregulación de la economía y al pensamiento neoliberal. En definitiva: se trata de un premio de banqueros a economistas proclives a sus prácticas, y no es necesario que digamos que estas prácticas tienen como prioridad el beneficio económico de unas élites y no el bienestar de las personas y los pueblos. En aquel tiempo, el Banco impuso a Assar Lindbeck, un economista neoliberal con fuertes conexiones con la Universidad de Chicago a través de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias, como presidente del comité que otorga el premio, y allí permaneció hasta 1994. Desde entonces, y se han celebrado más de 50 ediciones, son contadas las ocasiones en que economistas socialdemócratas han recibido el Nobel, e ilustres economistas marxistas o de izquierdas ni siquiera han visto su nombre entre los candidatos. El Nobel de Economía no ha estado exento de polémica incluso entre los economistas ganadores. El propio Friedrich Hayek declaró en el banquete de los Nobel de 1974 que era contrario a la creación del premio porque “otorga a una persona una autoridad que, en Economía, ningún hombre debería poseer”.

Pese a que el Nobel de Economía pretende dar una pátina intelectual, infalible y legítima a teorías y estudios próximos al neoliberalismo, podemos exponer como ejemplo de todo lo contrario el caso de los economistas Myron Scholes y Robert C. Merton, que fueron galardonados con el Nobel en 1997 por idear una fórmula (junto a Fisher Black) que transformó el sector financiero y fue utilizada de forma masiva por los grandes fondos de inversión. Según sus creadores, la llamada ecuación Black-Scholes solucionaba el problema del manejo del riesgo en las inversiones en bolsa. Utilizando su prestigio y fama a raíz de ganar el Nobel, Scholes y Merton entraron en el complejo mundo de las finanzas como socios de un fondo de cobertura llamado Long-Term Capital Management, que basó parte de su éxito en el uso de la fórmula Black-Scholes, pero que hubo de ser rescatado a causa de los impagos derivados de la crisis de deuda rusa por un consorcio de 14 bancos a instancias de la Reserva Federal estadounidense con el fin de evitar el contagio al resto del sistema financiero. Todo sucedió menos de un año después de la concesión del Nobel. Economistas de prestigio que han analizado el modelo de Black-Scholes dicen que empleados bancarios, agentes de bolsa y directores de empresa utilizaban la ecuación como si fuera las tablas de la ley, lo que los llevaba a ignorar supuestos que escapaban a los comportamientos de mercado y que agravaban las situaciones de riesgo. En definitiva: el Nobel a Scholes y Merton, como el que se otorga a otros economistas neoliberales, sirvió para tratar de legitimar ideas subjetivas (que son las que conforman la ciencia económica) que defienden un único modelo económico con el único fin de que adquieran una apariencia científica, válida y sin alternativa.

Laboratorios de pensamiento como los que antes citábamos se constituyeron al calor de las enormes sumas invertidas para hacer labores de lobby por parte de los miembros de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, un organismo que entre 1972 y 1982 pasó de tener 60.000 empresas registradas a más de 250.000. También en 1972 se produjo el cambio de sede de la Asociación Nacional de Fabricantes (NAM, en sus siglas en inglés), que se trasladó desde Cincinnati, en el estado de Ohio, a Washington D.C. La NAM es un poderoso grupo que reúne a más de 14.000 empresas de todo el país, sus actividades de lobby son permanentes y muy agresivas. La Bussines Roundtable, fundada en 1972, es una organización que reúne a los 185 ejecutivos más importantes de las principales empresas de Estados Unidos y que también practica estrategias de lobby extremadamente agresivas. Este organismo es el que solicitó a la Unión Europea, en septiembre de 2016, la anulación de la sanción a Apple para que el gigante informático no devolviera los 13.000 millones de euros a la hacienda irlandesa tras haberse beneficiado de ayudas fiscales consideradas ilegales. En un tono amenazante, el presidente de la organización, John Engler, manifestó que la medida era “Una herida autoinfligida de graves consecuencias para Europa y sus ciudadanos”, y añadió “Si esta decisión se confirma, establece un precedente que aumentaría significativamente la incertidumbre con consiguiente efecto negativo sobre la inversión extranjera en Europa”. Los grupos citados tenían un valor similar a la mitad del PIB de Estados Unidos durante la década de 1970, y su gasto en labores de lobby ascendía a 900 millones de dólares, una cifra estratosférica para aquel tiempo.

Para entender el proceso que ha hecho del neoliberalismo el sistema económico dominante a nivel mundial es imprescindible estudiar la penetración de estas ideas en el ámbito académico. Hablábamos antes de las universidades de Chicago y Virginia como los primeros centros académicos que de forma persistente se dedicaron a promocionar las ideas neoliberales. Desde la década de 1950, Estados Unidos había financiado la instrucción de economistas chilenos, también en la Universidad de Chicago, bajo la supervisión personal de Milton Friedman, junto a Mises y Hayek, una de las figuras claves del neoliberalismo, que como antes decíamos ganó el Nobel de Economía en 1976. Estas actividades se produjeron en el marco de un amplio programa de la CIA encaminado a neutralizar el avance de la izquierda en América Latina. Este grupo de economistas fue conocido como los “Chicago Boys”, y previamente habían sido formados en la Pontificia Universidad Católica de Chile, una institución de carácter privado de Santiago de Chile. En 1955, el decano de esta universidad, Julio Chaná, suscribió un acuerdo con la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), con el fin de que la facultad chilena entablara un vínculo académico con la Universidad de Chicago. En 1975, tras marginar a su principal rival y partidario de las teorías keynesianas, el general Gustavo Leigh, el general Pinochet puso al frente de la economía a varios de los “Chicago Boys” más importantes. La primera misión, como no, que recibieron de parte del general Pinochet fue negociar los créditos con los técnicos del Banco Mundial, que sabían que los economistas reeducados en Chicago eran favorables a sus ideas y teorías. Hay que recordar que desde 1970 hasta el Golpe de Estado que llevó al poder al general Pinochet, en 1973, el Banco Mundial no otorgó ningún crédito a Chile. Aunque en este caso debemos decir que sí existían fuertes discrepancias entre el Banco, que consideraba que Chile cumplía con las condiciones para recibir fondos, y el Gobierno de Estados Unidos, presidido por Richard Nixon.

Así se expresaba Catherine Gwin, antigua economista del Banco Mundial: “Estados Unidos presionó al Banco para que no prestara al gobierno de Allende después de la nacionalización de las minas de cobre chilenas. A pesar de la presión, el Banco envió una misión a Santiago (habiendo determinado que Chile adoptaba una actitud conforme a las reglas del Banco, que preveían que, para conceder un préstamo, después de una nacionalización, estuvieran en curso los procedimientos para la indemnización). Robert McNamara (presidente del Banco entre 1968 y 1981) se reunió enseguida con Allende para comunicarle que el Banco estaba dispuesto a conceder nuevos préstamos con la condición de que el Gobierno estuviera dispuesto a reformar la economía. Pero el Banco Mundial y el régimen de Allende no pudieron ponerse de acuerdo sobre los términos de un nuevo préstamo. Durante el período de la presidencia de Allende, Chile no recibió ningún préstamo. Justo después del asesinato del presidente legítimo, en 1973, el Banco reanudó los préstamos, otorgando un crédito a 15 años para el desarrollo de las minas de cobre. […] La suspensión de los préstamos a Chile entre 1970 y 1973 se menciona en el informe del Tesoro estadounidense del año 1982 como un ejemplo significativo del ejercicio fructífero de la influencia de Estados Unidos sobre el Banco. Y aunque el Banco hubiera dado su principio de acuerdo para un nuevo préstamo en junio de 1973, las propuestas de préstamos no fueron tomadas en consideración por el comité de dirección hasta después del golpe de Estado de 1973”.

Volviendo a la estrategia del movimiento neoliberal en el ámbito académico: su objetivo es alcanzar la hegemonía y el prestigio intelectual para que su voz sea la única en ser escuchada. Mediante la financiación de estudios y análisis subvencionados, el neoliberalismo se va apropiando del discurso oficial y “experto” en todos los foros de la economía. Los grandes emporios financieros, por supuesto, también defienden ferozmente esta corriente de pensamiento, de manera que los informes más publicitados por los grandes medios, repletos de periodistas afines al neoliberalismo, son aquellos que promueven una disminución del tamaño del Estado y un aumento del papel de las grandes empresas en la economía. Además, el neoliberalismo ha colocado a sus defensores en los principales laboratorios de ideas y en los ministerios claves de los países occidentales: Economía, Hacienda, Obras Públicas, etcétera. El movimiento impregna también la enseñanza universitaria, un proceso que va en constante aumento desde el advenimiento del grupo neoliberal de la Universidad de Chicago, capitaneado por Milton Friedman.

Una vez conseguida la supremacía intelectual, el neoliberalismo tan solo ha de esperar a que su discurso penetre en todos los espacios sociales hasta que sea aceptado por todos como algo incuestionable. En el pasado más reciente, percibimos como total el triunfo del neoliberalismo cuando gran parte de las clases medias y bajas, golpeadas de forma inmisericorde por la crisis financiera de 2008, repitieron sin pestañear el discurso de las clases dominantes: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, “alguien ha de pagar los platos rotos de la fiesta”, “el empresario crea riqueza, luego es estúpido imponerle controles y regulación” o “lo privado funciona mejor que lo público”, fueron algunos de los muchos eslóganes fáciles, muy publicitados por los medios afines a la ideología neoliberal, que habían penetrado sin apenas oposición en todos los sectores sociales. Para llegar a esto, ha sido imprescindible que se produjera un proceso de embrutecimiento paulatino y masivo de la población a escala mundial que ha consistido, entre otras muchas cosas, en considerar el entretenimiento vano y necio a través de las nuevas tecnologías como un valor positivo. El sistema también ha promovido el individualismo salvaje (el paraíso soñado por el neoliberalismo), que acaba derivando en una sociedad disgregada e incapaz de articularse contra el poder. La subcultura del neoliberalismo también estigmatiza la solidaridad y la considera un signo de debilidad, mientras ensalza los éxitos económicos individuales o colectivos, independientemente de cómo se consigan y aunque conlleven injusticias sociales.

Alguien podrá decir, no sin razón, que las redes sociales y casi todos los medios de comunicación apoyan en general ideas de solidaridad, es cierto, pero ese apoyo es solo superficial (el sistema económico nos educa desde niños en ideas que legitiman toda forma de competencia, mientras ignora las de solidaridad y cooperación, al considerarlas siempre opciones personales que pueden entorpecer el camino al “éxito”) y no tiene trascendencia más allá de la “protesta” y el alivio que experimentamos al denunciar las injusticias en las propias redes porque esas denuncias no son capaces de generar y sobre todo articular y coordinar movimientos contestatarios que den lugar a grandes cambios sociopolíticos. La mayor parte de los debates y los gritos lanzados en las redes se quedan en ellas y no tienen incidencia sobre la realidad. Las ideas que defienden la justicia social tienen la capacidad de cuestionar el individualismo promovido por el neoliberalismo creando redes de apoyo (sindicatos y asociaciones civiles) que buscan el bien común por encima de los sacrosantos ideales de la propiedad privada, la libertad individual o el derecho de las grandes corporaciones a no ver restringidas sus actividades depredadoras. Pero los credos del neoliberalismo están lejos de tener un carácter ético y rara vez derivan en el bien del ser humano; sus prioridades no son la justicia social, la igualdad y la erradicación de la pobreza, sino más bien la búsqueda de una estabilidad económica que garantice que la explotación de los menos fuertes en favor de los poderosos continúa. Por eso Pinochet ilegalizó el sindicato más numeroso e importante de Chile, la Central Única de Trabajadores, colonizó los sindicatos locales, muy activos, y desmanteló incluso formas de asociación como los centros de salud comunitarios, que operaban en los barrios más pobres.

Pese a su fuerte respaldo económico, el neoliberalismo tuvo enfrente el consenso político-social posterior a la Segunda Guerra Mundial: las ideas de Keynes de estimular la economía a través de políticas estatales expansionistas eran aplicadas en muchos lugares del mundo con excelentes resultados en la lucha contra la pobreza, la desigualdad y el desempleo. Los gobiernos actuaban sin complejos a la hora de recaudar altos impuestos al capital y las políticas sociales eran un objetivo común, sobre todo en Estados Unidos y Europa. Este pacto no escrito entre los pueblos y los políticos acerca del reparto de la riqueza fue estable y estuvo vigente desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta que la inestabilidad económica comenzó a sacudir Occidente a comienzos de la década de los setenta. Durante el mandato de Jimmy Carter, entre 1977 y 1980, la crisis económica se acentuó debido a muchos y muy complejos factores como el alto nivel de desempleo, un estancamiento del crecimiento económico y un aumento de la inflación. En ese escenario de desconcierto global, la desregulación surgió como la única respuesta posible después de que hubieran fracasado las recetas intervencionistas. En realidad, fueron Callaghan y Carter, y no Thatcher y Reagan, como tantas veces se dice, quienes dieron inicio al neoliberalismo, al menos a escala nacional en Reino Unido y Estados Unidos, aunque el movimiento inició su imparable expansión mundial en los mandatos de los dos últimos. Carter inició el proceso de desregulación en las líneas aéreas, el transporte por carretera, el sector del petróleo y también el del gas natural.

El neoliberalismo y sus políticas se aplicaron sin que hubiera resistencia por parte de los pueblos en Chile en 1973 y en Argentina en 1976. En ambos casos, para el poder financiero e industrial de las dos naciones fue relativamente fácil salvaguardar sus intereses porque el proceso se desarrolló en el contexto de su alianza con dos dictaduras sangrientas y represivas que impusieron los programas económicos de las élites mediante la fuerza. Lo mismo podemos decir en el caso de Brasil: la dictadura que comenzó en 1964 y finalizó en 1985 fue reconocida por Estados Unidos desde el primer instante. Lincoln Gordon, embajador estadounidense, diseñó con el Departamento de Estado la operación «Brother Sam», que desembocó en la victoria del Golpe de Estado en Brasil, y poco después el Banco Mundial y el FMI reanudaron los préstamos suspendidos al país desde hacía casi una década. En 1958, el presidente Kubitschek había rechazado las condiciones propuestas por el FMI para conceder un préstamo de 300 millones, y lo mismo hizo su sucesor, Joao Goulart, que sufrió el golpe militar y no opuso resistencia para evitar una guerra civil. Las instituciones internacionales elogiaron la política económica de la dictadura, aunque el PIB disminuyó en 1965 en un 7%; el salario cayó a la mitad en el período 1964-1985; la deuda pública se incrementó del 15,7% del PIB al 54% en el mismo período; y la deuda externa se multiplicó por 30, pasando de 3.400 millones de dólares, en 1964, a más de 100.000 millones, en 1985. El régimen militar brasileño prohibió las huelgas, desmanteló los sindicatos y recurrió de forma sistemática al asesinato y la tortura.

Pero el neoliberalismo necesitaba imponer su ideología también en las democracias, ese fue el caso de Méjico: desde 1973, los ingresos en divisas de Méjico se multiplicaron por el aumento del precio del petróleo, que se triplicó. Este incremento de ingresos en divisas debería haber sido suficiente como para que el país no se viera en la necesidad de endeudarse. Pero, inexplicablemente, el volumen de los préstamos del Banco Mundial a Méjico experimentó una gran subida, multiplicándose por cuatro entre 1973 y 1981 y, lo que es peor, Méjico se endeudó también con la banca privada con el aval del Banco Mundial. Los préstamos de la banca privada a Méjico se multiplicaron por seis en el mismo período. Los principales acreedores fueron los bancos estadounidenses, seguidos por los británicos, japoneses, alemanes, franceses, canadienses y suizos. Las sumas prestadas por las entidades bancarias privadas fueron diez veces superiores a los préstamos del Banco Mundial. En 1982, cuando estalló la crisis en Méjico, había más de 500 bancos privados acreedores del país. El Banco Mundial alentó a Méjico a endeudarse incluso cuando la economía mejicana comenzó a deteriorarse y cuando sonaron las primeras señales de alarma.

El 20 de agosto de 1982, después de haber pagado enormes sumas a la banca privada entre enero y julio, el Gobierno mejicano declaró una suspensión de pagos. A finales de agosto, se produjo una reunión entre el FMI, la Reserva Federal, el Tesoro de Estados Unidos, el Banco de Pagos Internacionales (BPI) y el Banco de Inglaterra. El entonces director gerente del FMI, el francés Jacques de Larosière, trasladó al Gobierno de López Portillo que el FMI y el BPI otorgarían crédito a Méjico a condición de que el dinero recibido fuera destinado a la banca privada y que serían aplicadas medidas de “ajuste estructural”. El Gobierno aceptó la ayuda y como primeras medidas de choque devaluó su moneda de forma drástica, aumentó las tasas de interés y nacionalizó la banca privada asumiendo sus deudas. Para presentar este hecho ante la opinión pública, era necesario hacer un gesto demagógico de gran envergadura: López Portillo anunció la confiscación de 6.000 millones de dólares de la banca privada mejicana, lo que nunca explicó es que esos 6.000 millones servirían -como en el caso de Grecia en 2010- para pagar a los bancos extranjeros. Paralelamente, comenzó el proceso de privatización de las empresas públicas. Todos los gobiernos mejicanos posteriores a López Portillo no hicieron sino profundizar en las medidas neoliberales que, en esencia, abrían la economía a inversores extranjeros, eliminaban medidas y leyes contra los monopolios, suprimían las ayudas y subsidios en todas las actividades económicas, privatizaban la educación y la sanidad y aumentaban las importaciones de productos que Méjico no necesitaba porque ya los producía. Todo ello fue implementado también a partir de la entrada en vigor, el 1 de enero de 1994, del NAFTA (por sus siglas en inglés), el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Méjico y Canadá.

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