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Un mundo infeliz

Jesús Ausín
Jesús Ausín
Pasé tarde por la universidad. De niño, soñaba con ser escritor o periodista. Ahora, tal y como está la profesión periodística prefiero ser un cuentista y un alma libre. En mi juventud jugué a ser comunista en un partido encorsetado que me hizo huir demasiado pronto. Militante comprometido durante veinticinco años en CC.OO, acabé aborreciendo el servilismo, la incoherencia y los caprichos de los fondos de formación. Siempre he sido un militante de lo social, sin formación. Tengo el defecto de no casarme con nadie y de decir las cosas tal y como las siento. Y como nunca he tenido la tentación de creerme infalible, nunca doy información. Sólo opinión. Si me equivoco rectifico. Soy un autodidacta de la vida y un eterno aprendiz de casi todo.
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análisis

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Debería estar durmiendo para poder afrontar con plenitud el largo viaje que le espera. Pero el ruido de los toros mecánicos mientras acomodan las jaulas dentro de la caja del camión, hace imposible descansar. No ya dormir. Ni siquiera estar tranquilo con los ojos cerrados. El tacómetro está parado, pero el conductor no está descansando. Y eso que hoy hay suerte. Su jefe le ha mandado a una sustitución de un compañero hasta un lugar recóndito de Vallecas donde Correos tiene varias naves. Hoy, le llenan la caja operarios de la empresa. Otros días, la mayoría, la carga la tiene que hacer él si quiere cumplir horarios.

Protasio lleva más de cuarenta años doblando el lomo. Exactamente cuarenta y cuatro. A los catorce años, recién acabada la escuela, le mandaron a un pueblo industrial, que recuerda en gris y le provocó tristeza aunque el paisaje era absolutamente verde porque llovía todo el santo día. Allí, un primo lejano de su madre tenía varios negocios. A él le colocó como aprendiz en una chatarrería. Corría el año 77. Pronto aprendió que nadie te da nada y que, para pedir lo que te corresponde, hay que tener con qué presionar. Y que, a los que son insolidarios y no van a la huelga como los demás, la vida se les hace más cuesta arriba de lo que ya lo es por sí misma.

El trabajo de aprendiz era agotador. Todo el día moviendo chatarra dentro de una polvorienta nave y cargando a mano grandes tráileres que salían hacia el extranjero. En aquel momento en la chatarra no había prácticamente vehículos. Todo eran hierros, trozos de cobre, ferralla de obras y otros materiales de aluminio o hierro procedentes de la industria pesada.

A los dieciocho años, tenía las manos de un pelotari y los bíceps de un culturista. Un cuerpo enjuto y terso hecho de acero que era capaz de levantar en vuelo un braván de más de cien kilos. Entonces no tenía dolores de espalda como ahora, ni constantes tortícolis producidas por unas vertebras espinosas. En esos días se comía el mundo empezando por un plato con cuatro huevos fritos y medio kilo de chistorra. Los bocadillos de media mañana eran de una barra de pan con jamón del pueblo y las comidas, copiosas, con café, copa y Faria.

De conductor se ganaba más. Así que, con veintiún años se sacó el carnet de conducir y con 25 el que le habilitaba para la conducción de todo tipo de vehículos, desde autobuses a mercancías peligrosas. El primo de su madre le ascendió, de oficial de primera en la chatarrería, a conductor. El trabajo era casi el mismo sólo que ahora, además de cargar el camión de 3.500 Kg, cuando acababan, tenía que llevarlo a su destino.

Con treinta y cinco años, dejó a su mentor que le había estado explotando veinte años y comenzó una nueva aventura como conductor de autobuses. Aunque el trabajo, una balsa de aceite para lo que estaba acostumbrado, le duró poco ya que al año y medio su jefe se fugó con la secretaria y el dinero de la empresa y los dejó a todos con una deuda de tres nóminas y en la calle.

Se acercaba a los cuarenta y ya entonces empezaba a escasear el trabajo para todo aquel considerado mayor. Tuvo suerte. Con sus años en la chatarrería había establecido una amplia red de contactos. Uno de ellos le habló de una empresa en la que no pagaban mal y pedían gente con experiencia en la conducción. Allí le dieron trabajo y allí lleva veintiún años de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo de país en país, llevando cargas pesadas de aquí para allá. Hace unos quince años, la empresa fue absorbida por una gran multinacional de transportes. Desde entonces, la vida cada día es un reto. Los descansos exigidos por la ley a través del tacómetro sólo lo son para el vehículo. La mayor parte de las veces tiene que meter su propia carga en el camión para poder cumplir el encargo de que al día siguiente, hay que cargar en el sitio de destino de esa mercancía.

Mientras espera que la gente de Correos le llene la caja y amarre bien la mercancía, ante la imposibilidad de dormir, escucha la radio. Dice un tal Escrivá, un tipo de cabeza grande que ha pasado toda su vida en uno de los bancos detrás de una mesa, sentadito y con una secretaria que le llevaba hasta el café, que la gente tiene que empezar a pensar en jubilarse con 75 años. A Protasio le va a estallar la carótida. A sus 58 años, lleva cuarenta y cuatro cotizados. Ya no puede subirse al camión sin una banqueta que lleva amarrada a la caja y para bajar las pasa más putas que en vendimias. Tiene fuertes dolores de espalda y una espondilosis cervical diagnosticada. No debería coger peso le ha dicho el médico. Y no le dan la baja porque para conducir no hay que cargar. Pero si no carga y tira del traspalé el mismo, no cumple con lo que le exige su jefe y acabará en el paro. Y aún le quedan 9 años, según la nueva ley para jubilarse.

*****

Un mundo infeliz

En primer lugar, querido lector, si eres de los que mis artículos te producen dolor, no sigas leyendo. Porque hoy tampoco va de ese mundo feliz y despreocupado que vota a una indigente intelectual porque les deja ir al bar, que confunde un plató de TV con sus propias vivencias cuando se apoltrona en el sofá soñando ser la hija de una señora, que ha tenido cuatro maridos a cada cual más rico, que sale en la tele mostrando sus facultades culinarias o cuando se cree que es uno de los que follan debajo de un edredón en una casa llena de cámaras de televisión creyéndose que tiene veinticuatro años y un cuerpo de modelo. (En algún sitio leí que hay un programa que se llama la isla de las felaciones, aunque no creo que sea cierto).

Desgraciadamente la vida no es así para una gran mayoría. Mientras en la tele y en la radio nos venden las bonanzas de un mundo supuestamente democrático, de personajes elitistas que quieren hacer pasar por la normalidad de un modelo medio social, la realidad es que nuestras vidas, en el mejor de los casos, transcurren monótonamente entre el trabajo y la casa, entre la compra y los niños, entre los dolores de cabeza por cuadrar las cuentas del mes y ver de dónde sacar para cambiar la lavadora que se ha roto, el frigorífico que se cae a cachos o como pagar este invierno la calefacción al precio que se ha puesto el recibo eléctrico. Eso en el mejor de los casos suponiendo que tengas trabajo, que tu pareja también y que la hipoteca no sea elevada. Porque en otros muchos, y ahí es dónde los medios que publicitan las bondades de este hijoputismo, nos están haciendo trampas, la realidad consiste en la preocupación constante porque no puedes dar de comer a tus hijos tres veces al día, el desamparo de saber que si se rompe la lavadora o el frigorífico, no podrás sustituirlo y la esperanza de que el cambio climático traiga un invierno benévolo para no pasar demasiado frío. Cuando esta situación se repite en uno de cada cuatro hogares, la vida normal no es la del que se va de vacaciones a Varadero, Cancún o al cabo San Lucas. La vida normal no es la de la familia que puede permitirse 15 días aunque sea en Benidorm. La vida normal es la de quién pasa necesidades, de quién no tiene trabajo o si lo tiene, cobra una miseria o la de aquellos que sobreviven a base de Cáritas, banco de alimentos y/o ayuda de la pensión de los abuelos.

He leído grandes polémicas porque un viejo rencoroso y decrépito, haya expresado en voz alta en una conferencia organizada por un partido con más de mil casos de corrupción, que lo importante no es votar, sino votar bien. Sólo los viejos, los niños y los borrachos expresan los sentimientos sin filtros. Y este señor, cuyas obras literarias como «La ciudad y los perros» o «La fiesta del chivo» son odas contra el autoritarismo, ha expresado en voz alta la normalidad de lo que otros trajinan bajo bambalinas para que se convierta en realidad. Una realidad en cualquier país latinoamericano que la derecha ha adoptado aquí sin pudor.

Aquí todo es más sibilino. ¿Qué sentido tiene votar a una formación que te dice que cuando gobierne va a derogar la Ley mordaza, van a revertir las reformas laborales para que, la nueva legislación, sirva como garantía de los derechos de los trabajadores, eviten la explotación laboral y acaben con los salarios de miseria, que va a legislar para que los jóvenes puedan pagar un alquiler que les permita independizarse, que subirá los impuestos a las empresas, que ahora pagan un 8 % mientras que la mayor parte de los bienes de consumo están gravados con el 21 %, si al final gobierna y no sólo no cumple ni una sola de eses promesas sino que sigue legislando en contra de los trabajadores? ¿Para qué sirve el voto, si en realidad quién dirige tu vida y sus condiciones son los grandes fondos de inversión? ¿Sabe el lector que tienen en común los viajes de Pedro Sánchez y de la discapacitada intelectual a USA? Pues que ambos, estuvieron reunidos con los representantes de grandes fondos buitres de inversión. Lo que dice este escritor venido a menos como persona es simplemente lo que otros hacen bajo cuerda. Aquí la ministra de Transición Ecológica, se permite echarnos la bronca cuando nos quejamos de que la luz es cara. Ella dice que pagar 120 € MgW por poner la lavadora a las tres de la mañana es competitivo.

Y siento provocar malestar y echar sal sobre las heridas, pero no puedo contar las cosas bonitas que tiene la vida mientras a mi alrededor alguno de mis vecinos se sienta en los bancos del parque a las once de la mañana con cara de no haber dormido y de parecer estar pensando como acabar con todo cuanto antes, porque no tienen trabajo, porque no les llega el subsidio para pagar los impuestos o porque después de treinta años trabajando, se encuentran no ya sin futuro, sino sin presente. No puedo dedicar este espacio que Diario 16 me ofrece cada semana para contar banalidades mientras escucho a Oskar Matute en la tribuna del Congreso preguntarle al gobierno si es verdad que le van a conceder 50.000 millones de los fondos europeos al oligopolio eléctrico, y pregunta con gran acierto este parlamentario del pueblo que ¿de qué tienen que recuperarse quiénes no sólo no han tenido pérdidas, sino ganancias multimillonarias incluso en la pandemia?

No puedo contar la vida del bancario o del operario cuyo convenio colectivo le ha prejubilado a los 60 años, porque no es lo habitual. Lo habitual en mi mundo es que la gente con 60 años esté los lunes al sol o arrastrándose por un trabajo con salario de miseria esperando ansiosamente a que los años que le quedan para jubilarse pasen cuanto antes. Lo habitual es no es que un chaval de veintiún años tenga un trabajo fijo. Lo habitual es que esté en el parque evadiéndose de la vida que no soporta porque no tiene futuro. Lo habitual, en otros casos, es la de estar en la universidad y cuando se acaba, enganchar un máster tras otro en espera de poder trabajar para acabar teniéndose que marchar a Alemania, Bélgica o Iberoamérica. Que venga un desgraciado que representa los intereses de esos fondos buitres a decirte que hay que cambiar la cultura para que la gente se jubile a los 75, a mí me produce indignación e impotencia. Y por eso tengo que contarlo.

No puedo contar las bondades de un colegio que enseña literatura, matemáticas, filosofía o gramática, pero sobre todo valores humanos como la empatía, la igualdad y el respeto, porque no existe. Se han cargado la filosofía porque hacía pensar a los alumnos. Los profesores tienen que estar con pies de plomo para no ser el objetivo de unos padres intransigentes que educan a sus hijos en el racismo, la misoginia y el libertinaje. Todo son derechos. No hay ni una sola obligación. Y eso es un problema que arrastramos por haber dejado la educación en manos de curas y monjas, en colegios en los que se evitan a los alumnos de etnia gitana y a los migrantes sin ingresos. Que una ministra de un gobierno de un partido que se dice socialista apueste por la asignatura de religión en horario lectivo y sin alternativa, no solo es un despropósito inconstitucional, sino que dice mucho de esta gente que engaña en cada legislatura a sus votantes y está haciendo eso que ha causado tanta polémica en boca de la vejez decrépita.

A muchos nos gustaría que la distopía que describía Aldous Huxley en 1932, se acercara lo más posible a la realidad. Pero en el mundo han seguido ocurriendo guerras y el hombre (como especie) es cada día más cruel y egoísta. El talibanismo religioso se ha impuesto. La prensa se dedica a desinformar, a adoctrinar y a tapar lo que pueda suponer un peligro para el régimen. Y si aún así podemos leer en el periódico liberal que al demérito la fiscalía, saltándose sus propias diligencias, le perdonan un año fiscal, podemos imaginar la cantidad de mierda que nunca va a salir de la alcantarilla.

Mientras en mi barrio, hemos pagado impuestos por encima de nuestras posibilidades por una subvención que nos han dado por remodelar los edificios, leo que los ingresos tributarios desde las empresas han descendido desde los 45.000 millones de 2007 a los 15.800 de 2020 (un -64,5 %) todo ello con una reducción del tipo impositivo desde el 22 % al 8,3 %.

Todos queremos vivir en un mundo feliz. Todos tenemos momentos de felicidad incluso en la Cañada Real en Madrid dónde llevan más de un año sin suministro eléctrico. La situación actual es consecuencia de esa actitud de avestruz, de esa alienación y ese egoísmo que tiene la sociedad en general. Los trabajadores de Tubacex han conseguido la readmisión de los 22 despedidos y que se declare el ERE nulo. Pero no ha sido fácil. Han tenido que aguantar 232 días de huelga. A ellos, también les hubiera gustado poderse ir de vacaciones, llenar la nevera todas las semanas y no tener que depender de la caja de resistencia. Pero eran conscientes de que nadie da nada por las buenas y las condiciones laborales no se consiguen con un “por favor” ni con un sindicalismo vendido que sólo mira por la supervivencia del sindicato y no de los trabajadores a los que representa.

Para evasión, la lectura y si me apuran el cine. Pero la vida es una lucha constante.

Salud, feminismo, decrecimiento, conciencia ecológica, república y más escuelas públicas y laicas.

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