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Paul Auster, un vecino de Brooklyn

Fallece a los 77 años uno de los escritores más influyentes de la nueva literatura norteamericana

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análisis

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Una vez, en mi juventud, caminé por las calles de Brooklyn rebosantes de árboles frondosos y casas de estilo decimonónico casi de época victoriana. Compré una gorra de béisbol con el emblema del barrio y comí en un restaurante italiano frecuentado en su tiempo por Al Capone. Deambulé por aquel escenario cinematográfico, de acá para allá sin rumbo fijo, pensando que en algún momento vería a Paul Auster en alguna cafetería o terraza, leyendo un periódico, fumando y tomando notas para su próxima novela. No fue así, caminé todo el día con la vana esperanza de hacerme el encontradizo hasta que me salieron llagas en las plantas de los pies, pero el genio no apareció por ningún lado. Obviamente, la ley del azar, tan presente en sus novelas, no se cumplió conmigo.

“Buscaba un lugar tranquilo donde morir”. Así, tan proféticamente, empieza Brooklyn Follies, la obra maestra del hombre de los ojos grandes y la mirada penetrante, el narrador que habló de la magia de lo cotidiano en una urbe como la monstruosa Nueva York, el novelista que revolucionó la historia de la literatura estadounidense. Paul Auster murió ayer, silenciosamente en medio de una batalla, la que libran los chicos de la Universidad de Columbia que estos días se parten la cara con la policía en defensa del pueblo palestino.

A los 77 años se lo lleva la nicotina, la droga más letal de nuestro tiempo, pero nos deja un puñado de novelas tan magistralmente construidas como enigmáticas y misteriosas. ¿Existe la causalidad o todo es puro azar, contingencia, suerte? Casi toda la obra de este hacedor de ficciones nacido en Newark (¿qué tiene ese lugar que alumbra a tanto genio literario?) gira en torno a esa pregunta. En Leviatán, un hombre vuela en mil pedazos al estallar una bomba mientras que otro cuenta su historia para confesarnos que el uno no hubiese sido nada sin el otro y viceversa. Es el entrelazamiento existencial de los personajes, la coincidencia como gran Dios que lo gobierna todo, la cadena de sucesos, unas veces fatales, otras exitosos, en un laberinto u hormiguero humano sumido en un sinsentido imposible de explicar. Todo eso está en la obra de este autor impagable. También su Corte de Hombres Debilitados, una galería de personajes al límite de la destrucción en la que él mismo militó, ya que a partir de los cincuenta constató en sus propias carnes, con estupor, cómo algunas cosas empezaban a fallar en su cuerpo. El cáncer de pulmón.

Demócrata activo, patriota de los derechos humanos, azote de Bush y Trump (“el peor presidente de la historia de EEUU”) nos ha contado todo lo espantoso de un imperio, el yanqui, en progresivo deterioro desde hace décadas. Un país dividido en dos mitades que ya no hablan entre sí; un país odiado en buena parte del mundo que coquetea con un neofascismo con retorno a la superstición anticientífica, a la esclavitud y la opresión de los negros y la Guerra Civil.

El destino, el escritor más implacable que existe, quiso convertir a Auster en el personaje central de una tragedia real, cuando su hijo Daniel, de 44 años, murió por una sobredosis. Antes había sido imputado por la muerte de su hija Ruby, la nieta de Auster de solo diez meses. Daniel Auster consumía heroína cuando se quedó dormido, sin reparar en que la pequeña se estaba intoxicando con fentanilo. Nadie que sale de un trance así es ya la misma persona.

A Paul Auster le salvó la vida su esposa Siri. El amor, siempre la última esperanza. El amor y ese microcosmos que vio crecer al genio, Brooklyn, el populoso y multicultural barrio neoyorquino donde pasan cosas mágicas, raras, incomprensibles. Brooklyn como personaje, Brooklyn como crisol de culturas y representación del universo entero, Brooklyn como escenario donde cualquier cosa puede ocurrir, desde que un judío feo y con gafas de pasta como Woody Allen enamore a una deliciosa muchacha bajo un puente hasta que una nave espacial extraterrestre emerja de las entrañas de la tierra, achicharrándolo todo, iglesias, coches, personas, como en La guerra de los mundos de Spielberg. Un pueblo en medio de una inmensa metrópoli donde aún huele a la fruta fresca de los tenderetes, a pan recién hecho y al salitre de la bahía, y que ha ejercido fascinación en grandes poetas y novelistas norteamericanos como Walt Whitman, los Miller (Arthur y Henry), Mailer, Capote, Thomas Wolfe, Carson Mc Cullers… Un árbol crece en Brooklyn, no dejen de ver esa película maravillosa de Elia Kazan mal retitulada en España como Lazos humanos y, si pueden, lean el novelón de Betty Smith. El amor de un padre acabado por su familia, el drama de la inmigración y el desarraigo, la lucha contra esa pobreza que es como una costra pegadiza. Auster decía que Brooklyn tenía una atmósfera especial, algo misterioso que “se te mete por debajo de la piel y se queda ahí”. Y es cierto, lo puede comprobar cualquiera que pase alguna vez por allí.

Cuentan que el narrador de Newark siempre escribía a máquina. Internet no le interesaba. Sentir, no entenderlo todo, ahí está el secreto de su prosa, que algunos califican de sencilla, lo cual no significa que no sea profunda. La trilogía de Nueva York (Ciudad de cristal, Fantasmas, La habitación cerrada), El palacio de la luna, Mr. Vértigo, Tombuctú, Viajes por el Scriptorium, 4, 3, 2, 1, hitos ya de la prodigiosa y fecunda nueva novela norteamericana, un fenómeno inagotable que sigue dando autores y obras con una fertilidad inversamente proporcional a la degradación moral de esa convulsa sociedad que mata a tiros a sus escolares y que cada vez es más racista, supremacista y patriarcal. En USA, el humanismo ha quedado para cuatro filósofos de la ficción que predican en el desierto, mientras la horda trumpizada y la secta Qanon planean el definitivo asalto a la democracia.

En 2006, Paul Auster recibió el Príncipe de Asturias de las Letras. En su brillante discurso, dijo: “Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento”. Ya será imposible tropezarse con él por Brooklyn.

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